Meses atrás, para justificar la consulta popular, el Gobierno adoptó la propuesta del Partido Social Cristiano de imponer como obligatoria la prisión preventiva indefinida. El nuevo discurso oficial quedó más o menos así: “Para que dejen de matar a la gente, no habría que permitirles a los jueces que liberen a ningún acusado”.

Pero a comienzos de la semana pasada, esa “solución” quedó en entredicho cuando un hombre acabó con la vida de un delincuente que amenazaba a su esposa e hijita en un barrio de Guayaquil. Ahora resulta que si se entrega, irá a la cárcel y allí se quedará mientras no se dicte sentencia, sin importar el tiempo que transcurra, porque con la nueva filosofía oficial, la única medida cautelar que se admite es pudrirse tras las rejas.

Así les ocurrió al coronel César Carrión, a Fidel Araujo y a varios policías que permanecieron en la cárcel con orden de prisión preventiva durante casi un año, a pesar de que los jueces luego los declararon inocentes. Lo mismo les hicieron al coronel Rolando Tapia, que sufre de claustrofobia, y a sus compañeros.

Los asesinos sí pueden portar armas de fuego. Pueden comprar a fiscales, jueces y policías para que los liberen. Las organizaciones que protegen los derechos humanos y el defensor del Pueblo solo se preocupan por ellos. Y por último, si los condenan, poco importa, porque son dueños de las cárceles. En cambio, los ciudadanos honestos solo tienen dos opciones: o huyen para esconderse o sufren el horror de una orden inmoral de prisión preventiva. (Sobre todo si la Revolución Ciudadana los considera sus “enemigos”).

La verdad es que el auge de la delincuencia en la actualidad poco o nada tiene que ver con la caducidad de la prisión preventiva. Sus raíces están en otro lado, en la presencia cada vez más obvia de los carteles internacionales de la droga, que comenzaron a llegar cuando se enteraron de que vivimos en un sistema donde las mulas que transportan 4 libras de cocaína son “víctimas de la sociedad”, donde la mejor conducta ante un asesino es “dejarse robar”, y donde se viene destruyendo de manera sistemática a la Policía Nacional para justificar la teoría del “intento de golpe de Estado”.

¿Qué habría que hacer entonces? Para comenzar, el Ministerio Fiscal podría ofrecer que no pedirá orden de prisión preventiva para ese ciudadano cuyo único pecado fue reaccionar como cualquiera de nosotros lo hubiese hecho, proponiendo en su lugar otras medidas cautelares hasta que concluya el juicio correspondiente.

Luego habría que adoptar medidas que sí sirvan para combatir a los delincuentes. Por mi parte propongo dos para que se las discuta:

1) La lucha contra la delincuencia en las ciudades debe pasar –mediante una reforma legal si fuese necesario– a manos de los municipios, incluyendo la designación de los jefes policiales locales. Solo así habrá una rendición de cuentas efectiva. El único momento en que Guayaquil se sintió protegida fue cuando se constituyó la Corporación Municipal de Seguridad Ciudadana. Este debe ser el reclamo inmediato de Guayaquil.

2) La Asamblea Nacional debe aprobar una amnistía general y sin condiciones para todos los involucrados en el 30 de septiembre, restituyéndoles la libertad y su carrera a todos los acusados, para poner fin así a la crisis en la Policía Nacional. Este debería ser el reclamo inmediato de todo el país.