Indudablemente que hay diferencias entre los conceptos que envuelven las palabras enmienda y reforma, aunque en el lenguaje coloquial se utilicen como sinónimos, en el mismo sentido que modificación o rectificación. No solo existe diferenciación semántica, pues a la primera se la define como una variante, adición o reemplazo de algo mientras que la segunda se dice que es rehacer, volver a hacer algo –lo que implica más profundidad– sino que, en el marco constitucional, nuestra Ley Fundamental hace una importante distinción en los significados de ambos vocablos al momento de realizar un cambio en el texto de la Constitución de la República. Dicho de otra manera, si bien “enmienda” y “reforma” son la misma cosa en el lenguaje común, en el léxico constitucional ecuatoriano son dos cosas disímiles.

He oído a varios voceros gubernamentales expresar la idea de que no es posible que quienes se opusieron a la aprobación de la Constitución de Montecristi ahora se rasguen las vestiduras defendiéndola de la vulneración oficial que quiere cometer el régimen, sin percatarse de que a todo ciudadano le corresponde auspiciar el respeto a la Ley Suprema vigente aunque no le guste su contenido. Por lo menos así se estila en cualquier democracia de a de veras.

Los españoles que redactaron esa Constitución parece que estaban cansados de hacer lo mismo en varios países latinoamericanos, pues en Venezuela estuvieron más lúcidos. Allí establecieron que “la enmienda tiene por objeto la adición o modificación de uno o varios artículos de la Constitución”, mientras que la reforma es “una revisión parcial de la Constitución y la sustitución de una o varias de sus normas”, en ambos casos sin alterar su estructura fundamental, además de que, siguiendo la costumbre estadounidense, aprobaron que “las enmiendas serán numeradas consecutivamente y se publicarán a continuación de la Constitución sin alterar el texto de esta, pero anotando al pie del artículo enmendado la referencia de número y fecha de la enmienda que lo modificó.”

Hay que repetir hasta el cansancio que la gran mayoría del pueblo ecuatoriano, entre ellos yo, está de acuerdo en que la Administración de Justicia (así con mayúsculas) cambie para mejorar, pero el problema consiste en que el procedimiento propuesto por el Presidente de la República está viciado por desconocer lo que manda la Constitución, en los aspectos puntualizados profusamente desde las más variadas vertientes.

Pero como arrastramos el atavismo de irrespetar la Constitución y la ley, y son muchos los gobiernos que han padecido la tentación y han sucumbido a la ambición de tener a su disposición todo el aparataje judicial, especialmente a los fiscales y a los jueces penales que son los que sirven para encarcelar a los contrarios, aquí nunca se podrá oír algo parecido a lo que decía el Primer Ministro Británico William Pitt ante la Cámara de los Comunes en un año tan lejano como 1760: “El hombre más pobre puede, desde su choza, desafiar todas las fuerzas de la Corona”.

Y concluyo repitiendo mi cándida cantaleta de que salvo en Cuba y en algunos de los reinos y repúblicas teocráticas islámicas, en el mundo de hoy no es posible mantener una política estatal basada en el autoritarismo. Los pueblos ya no aceptan razones no transparentes y forzadas como fundamento legitimador de actitudes autoritarias.

Por eso es aconsejable que el Gobierno medite y rectifique antes de que las olas se conviertan en tsunami, como en Egipto.