Viven en covachas  más paupérrimas que las de Haití, o en casas de hormigón y de varios pisos. Los habitantes de los asentamientos informales del noroeste de Guayaquil han llegado de otras localidades o invasiones.

El desempleo, la pobreza, el limitado acceso a la educación, el déficit de planes de viviendas y la falta de políticas agrarias sustentables han empujado a miles de personas a comprar, mediante engaños, solares que forman parte de asentamientos ilegales en el noroeste de Guayaquil.

Entre aquellos que creyeron en las ofertas y bondades que promocionaban líderes y dirigentes barriales (como la familia Estacio, Toral, la de Marcos Solís y otros) están los migrantes nacionales, quienes dejaron el campo por la ciudad, y los internos, que han recorrido otras invasiones tras un solar.

También están los que fueron utilizados por los dirigentes para pelear y adueñarse de áreas privadas, bajo la premisa de que las tierras del Estado debían revertirse en favor de los más necesitados que no tienen casa.

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Muchos no se consideran invasores, pues dicen  haber sido engañados. Ellos son parte de los habitantes que este Diario identificó en un recorrido por las zonas en las que el Presidente de la República declaró la guerra contra los supuestos traficantes de tierras.

Rostros de decepción, de lucha, de esperanza y también del oportunismo marcan a quienes viven en los asentamientos ilegales del noroeste.

Invasiones que el presidente de la República, Rafael Correa, pretende frenar desde diciembre anterior, pese a que en las campañas electorales del 2009 (en apoyo a la candidata a alcaldesa María Duarte) él y otros de sus funcionarios recorrieron calles lodosas y polvorientas de esta zona que está fuera de los límites urbanos de la ciudad.

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En un área de unas 2.700 hectáreas –de tierras rústicas y privadas–, invadida desde 1990 se levantan y crecen sin parar casas de cañas; covachas cubiertas con paredes de plásticos; edificaciones de cemento de dos, tres y cuatro pisos; comercios y centros religiosos y educativos.

Sus habitantes –migrantes nacionales y locales, en su mayoría pobres, sin estudios y sin planificación natal– viven ahora con la ilusión de que algún día llegue la legalización a sus lotes, que les fueron vendidos con engaños.

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Muchos fueron usados por dirigentes para pelear y adueñarse de sitios privados bajo la premisa de que las tierras improductivas del Estado debían revertirse a los más necesitados.

Con esa idea, más tarde vendieron –sin control y sin permiso– tierras retaceadas ante la falta de políticas agrarias sustentables, y el déficit de viviendas y de planificación urbanística. Para ello se ayudaron incluso con mensajes esperanzadores, a través de la religión.

En las invasiones nada es gratis, todo cuesta, desde la salud hasta la educación, confiesan sus habitantes, con diferentes características identificadas en un recorrido que este Diario hizo por la zona.