En mi adolescencia, al traducir la poesía latina o griega, me enamoré de Antígona, de la bella Clodia a la que Catulo llamó Lesbia. Me trastornaba imaginar a esta mujer llorando: “meae puellae flendo turgiduli rubent occelli”. No puedo traspasar al castellano la música de aquellos versos sino solo traducirlos: “Los ojitos hinchados de mi niña enrojecen llorando”. ¿Cómo explicarles que aquel “turgiduli” habla de ojos literalmente devastados por la pena?

Todos hemos hecho llorar a una o varias mujeres. Pudieron ser esposas, hijas, hermanas, enamoradas, amigas. Pablo Picasso plasmó de un modo patético aquel tema mostrando un rostro femenino despedazado mediante el cubismo, ojo convertido en vitral reventado. Este cuadro, acompañado por los girasoles de Van Gogh, me acompañó durante toda mi adolescencia. Van der Weyden pintó lágrimas con un hiperrealismo que subyuga.

No estoy refiriéndome a las féminas que derraman su sistema hidráulico en telenovelas de dudoso gusto, sino a aquellas que sufren el martirio por un hijo fallecido, un amor pisoteado, un aborto espontáneo, una congoja que nadie puede comprender. Saint Exupery al no poder consolar a su amigo El Principito escribe: “Estalló bruscamente en sollozos. No sabía qué decir, me sentía muy torpe, no sabía como alcanzarlo, donde encontrarlo... ¡es tan misterioso el país de las lágrimas!”. Pienso en las lágrimas de Eros, dios del amor, pintadas por Matisse o Fantin Latour. Supongo que Dios puso una sensibilidad mucho más aguda en el alma femenina, lo que podría explicar por qué se vuelven a veces tan vulnerables, o por qué su ciclo hormonal las torna más fáciles de lastimar, más susceptibles.

Entonces nosotros con rudeza masculina preguntamos: “¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?”. Ella contesta con voz casi inaudible o gritando: “¡Nada...no pasa nada! ¿Qué me ha de pasar pues?”. El problema es que ocurren muchas cosas en el corazón de una mujer cuando declara que no sucede nada. El corazón acelera su ritmo, hay aguaje en la mirada, dentro de los ojos un barquito invisible se va al garete. Nos quedamos con nuestra fallida psicología de machos, sin llegar a entender que a veces la mujer dice lo contrario de lo que siente. Es cuando nacen frases como “No me importa”, “Ni me va ni me viene” o estalla un “te odio” que no es más que un doloroso te amo puesto al revés, o viceversa.

Pensamos que aquel sexo llamado débil puede derrumbarse cuando en realidad logra ser más fuerte que el masculino, más llevado a sortear el temporal, el duelo demoledor. Si se trata de defender a su prole se convierte en fiera. Si es mujer de negocios, jueza, líder, puede ser implacable, incorruptible. Si se mete en política, logra desafiar a los machos. Frente al féretro de su pareja fallecida reacciona con mayor realismo que el hombre, por más dolida que esté. Convertida en madre puede quedarse semanas o meses al pie de una cuna hasta olvidarse de comer. Muestra una paciencia, una abnegación de la que ningún hombre es capaz. Por eso la respeto, la amo. Más aerodinámica que el hombre, es el mejor diseño de Dios.