SAN JOSÉ, Costa Rica |

La democracia tiene estructuras que se socavan cada vez que los elementos que la conforman sufren acoso de cualquier tipo, por lo que si el afán del Gobierno y de quienes se le oponen es realmente sincero en cuanto a la necesidad de preservarla –sin que ninguno quiera sacar una ventaja innoble del desastre– hay que hacer esfuerzos para caminar por esa vía. Y más si el desbordamiento es doblemente peligroso pues la sociedad está rota y sus instituciones también.

A veces me siento ingenuo cuando escribo cosas como las del párrafo precedente por cuanto de manera no muy sensata –lo reconozco– me niego a aceptar lo que me enseña lo vivido, que nuestro país es casi ingobernable con odios insuperables y revanchas que no se olvidan y que contribuyen a agravar los problemas y alejar una paz siempre esquiva, escondida atrás de cualquier pretexto.

El Ecuador no se arregla solo con palabras ni solo con buena voluntad, ni con las dos juntas; es necesario más, como llegar a resultados tangibles que demuestren el deseo de hacer una patria vivible –no únicamente linda como en las cuñas publicitarias– a través de medidas y procedimientos que inviten a la gente, a nacionales y extranjeros, a confiar en el país.

La crisis está viva todavía, sigue vigente, y para superarla no bastarán, por buenas que sean, medidas policiales, militares, judiciales o de inteligencia: son necesarias decisiones políticas sinceras que la terminen, mientras más pronto mejor. Pero las decisiones políticas del Gobierno para que sean legítimas deben tener su raíz en un examen serio de su desempeño durante más de tres años y en una aceptación responsable de sus errores, pues de lo contrario no se remediará nada. No me refiero a la oposición ni digo que debe cambiar porque es insignificante y no tiene Poder, y aunque quisiera tener más protagonismo, sus fuerzas son escuálidas y sus propuestas aisladas, dispersas, sin cohesión, simplemente reactivas que sucumben ante una bien orquestada propaganda gubernamental.

Los muertos no van a regresar ni sus familias justificarán jamás lo sucedido, ni tienen interés en saber de quién es la culpa final del caos pues lo importante es que sus deudos ya no están, pero en cambio sí es posible todavía resanar las heridas de una ciudadanía desencantada que esperó más del Gobierno, con mayor razón si ha contado siempre con una Asamblea a su orden para producir cambios legítimos con normas ajustadas a Derecho, sin excesos que hubieran permitido, entre otras cosas, resucitar el empleo, la seguridad personal, la economía.

Aunque en el Ecuador los cambios violentos de Gobierno han sido prácticas folclóricas y vernáculas repetidas tradicionalmente con cierta periodicidad, el examen de las últimas décadas nos dice que se han debido a la ceguera de los gobernantes para entender lo que está ocurriendo y para procesar los mensajes que la sociedad envía.

¿Seguirá adelante el desencanto o habrá cambios importantes que reviertan esa tendencia? ¿Podrá Rafael Correa gobernar con gente que le contradiga y que no sea fanática de una idea, que no deseche sin analizar las otras visiones del país, del mundo y de los colores?