Al alba la selva se despereza como un organismo único, un gran cuerpo enmarañado de lianas y bromelias repleto de vida animal escondida. Es la hora del canto más alegre del paujil, el momento en el que el ocelote baja a beber agua a las corrientes marrones del río Tiputini y en que los indígenas huaoranis se acercan al hogar para el desayuno. La luz que apunta sobre el dosel del bosque revela una riqueza natural exuberante.

Y, sin embargo, existe otra riqueza adicional, fuera de la vista, en el subsuelo. Las inmensas ceibas y los chunchos del Parque Natural Yasuní, uno de los últimos lugares prácticamente vírgenes de la Amazonía, crecen sobre una balsa colosal de petróleo. Ecuador, un país pobre que vive de las exportaciones de crudo, se plantea qué hacer con esa reserva.

Su experiencia con la explotación de hidrocarburos en la Amazonía no es buena. Camino del Yasuní en una lancha del ejército por el Río Napo se aprecia la llamarada de un pozo de petróleo en una de las márgenes. Por la noche, miles de insectos acuden a la luz y a la muerte.

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También están los inevitables derrames, que obligan a derribar árboles centenarios para limpiar el crudo de la tierra y esperar décadas a que la selva se regenere, se quejó Alvaro Pérez, otro biólogo de la PUCE. Pero lo peor son las carreteras que se abren para llegar a los yacimientos con las perforadoras y las viviendas prefabricadas. Son las vías por las que entran los colonos y por las que comienza a morir el bosque.

La mayor bolsa de crudo del Yasuní, el bloque ITT, almacena por lo menos 846 millones de barriles de un petróleo denso, casi como brea, equivalentes al consumo de Brasil durante un año, según Tarsicio Granizo, un ex ecologista que ahora es subsecretario de Política y Planificación del Ministerio de Coordinación de Patrimonio de Ecuador. Ese yacimiento, el mayor del país, dejaría 7.000 millones de dólares en los cofres públicos. Sin embargo, de ese análisis de costo y beneficio quedan fuera los perjuicios al bosque, al modo de vida de los indígenas y a la atmósfera.

El gobierno quiere evitar todo eso convenciendo a las naciones ricas de que hagan contribuciones económicas por valor de 3.600 millones de dólares para retribuirle por no agujerear el área comprendida entre los ríos Ishpingo, Tambococha y Tiputini, conocida como bloque ITT. El país usaría ese dinero para proyectos de desarrollo e investigación.

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"Ecuador está haciendo un esfuerzo y un sacrificio, y eso debe ser compensado", dijo Granizo. Su principal argumento es que la quema del petróleo del bloque ITT emitiría a la atmósfera 407 millones de toneladas de dióxido de carbono, lo que agravaría el calentamiento global. España, Alemania, Italia, Bélgica y Francia han manifestado interés en contribuir al proyecto, aunque por ahora no han puesto dinero sobre la mesa.

La otra razón para no sajar la selva de Yasuní es lo que ella significa para Ecuador y para el mundo. En un área de tan solo un kilómetro de largo por 500 metros de ancho están presentes 1.200 especies diferentes de árboles y arbustos, más que todas las que existen en Estados Unidos y Canadá juntos. Entre ellas hay 25 que eran desconocidas para el ser humano y que han sido identificadas tras quince años de trabajo por un equipo liderado por Valencia. "Es algo extraordinario para un bosque que en un estudio hayamos encontrado esas especies nuevas en ese número", afirmó.

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Esa pequeña parcela de 50 hectáreas es, según los botánicos ecuatorianos, el pedazo de tierra con más biodiversidad del planeta, por encima de las selvas de Malasia. En el parque, que tiene casi un millón de hectáreas, viven más de mil especies de animales, algunas como el armadillo gigante, el jaguar y el águila arpía en peligro de extinción.

El descubrimiento de especies nuevas de árboles, anfibios e insectos en Yasuní es algo más que un ejercicio académico. "Cada especie es un conjunto de genes y productos químicos, que producen a partir de sus frutos, sus hojas, sus tallos, y en realidad encierran una cantidad de elementos que son desconocidos que podrían eventualmente servir por ejemplo como medicamentos para ciertas enfermedades como el cáncer", dijo Valencia.

El bosque, con sus tarántulas, ranas venenosas y víboras, es también un agente de curación, como bien sabe Roque Alvarado, un huaorani de 23 años que se mueve por la selva sin hacer sonido.

Machete en mano, Alvarado explica las propiedades de la corteza de árboles como la capirona, que los indígenas aplican como remedio para espinillas e irritaciones de la piel, y del bálsamo, para paliar los dolores musculares. "Los animales también lo usan, cuando están heridos, comen", dijo. Alvarado lo tiene claro, no quiere que se toquen los hidrocarburos de Yasuní. "Si seguimos explotar el petróleo, vamos acabando árboles y reptiles", afirmó, en su español entrecortado.

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En la reserva natural viven un par de miles de indígenas, según algunos cálculos, entre ellos unos 200 ó 300 miembros de unas tribus que evitan todo contacto con el exterior, los Tagaeri y los Taromenane. Los indígenas del Parque conviven actualmente con una explotación de petróleo fuera del bloque ITT de Repsol-YPF, empresa que les ofrece ciertos servicios, pero ellos no quieren ni más pozos ni más extraños.

El gobierno ha establecido un fondo administrado por la ONU que gestionará las donaciones y que establece la fecha límite de diciembre de 2011 para lograr los primeros 100 millones de dólares en aportaciones a la Iniciativa. Si en 13 años el gobierno no reúne los 3.600 millones de dólares que reclama a la comunidad internacional, iniciará la explotación del bloque ITT, dijo Granizo.

Eso probablemente rompería el corazón de Pablo Jarrín, el director de la Estación Científica de la PUCE en el Parque. Yasuní "es un ecosistema de nuestro planeta que sería una catástrofe y una terrible pena el perderlo, porque es parte de nuestra casa, nuestra casa natural", señaló.

Esa casa se cubre de una negrura espesa al caer el sol, cuando se inicia la hora de los murciélagos y las luciérnagas, porque el bosque, bajo un cielo horadado de estrellas, nunca duerme de verdad.