Conclusión: el país ha perdido la gran oportunidad de contar con una ley que garantice lo que acertadamente se incluyó en la última Constitución de Montecristi: el derecho a una “comunicación libre, intercultural, incluyente, diversa y participativa”, como lo establece el numeral 1 del artículo 16, Sección Tercera. A una comunicación como condición humana vital como lo es respirar. No solamente la comunicación mediática, sino otra mucho más amplia.

Lamentablemente el intento naufragó en medio de los cálculos y cabildeos políticos; de la egoísta posición de detractores que antepusieron sus intereses de grupo; de la mediocridad de asambleístas que en su momento fueron hábiles políticos capaces de reemplazar “constitucionalmente” a presidentes, de organizar golpes de Estado o de ejercer un periodismo sensacionalista. Porque fueron todo menos legisladores con solvencia moral y académica.

Y lo que dieron forma no fue una ley que esté a la altura de lo que manda la Constitución. Conformaron una serie de remiendos que pretenden enseñar a ejercer un “mejor periodismo”. Entonces en su proyecto nos dicen que los periodistas debemos contrastar y verificar. Dos lecciones que se enseñan en los primeros niveles de las escuelas de comunicación social, y que si bien hay periodistas que no contrastan ni verifican, han sido los políticos quienes se han beneficiado de la deficiencia y falta de rigurosidad profesional. Sus denuncias catapultaron a muchos a los escaños del Congreso, hoy Asamblea. Ellos, que tuvieron falta de escrúpulos para lanzar especulaciones, encontraron periodistas mediocres que les hicieron el juego.

Y fue el Gobierno el que terminó sembrando dudas cuando, en la práctica, contradecía lo que pretendía regular: la posibilidad de aplicar la cláusula de conciencia para negarse a “desarrollar contenidos, programas y mensajes contrarios al Código de Ética del medio de comunicación o a los principios éticos de la comunicación”, como ocurrió en El Telégrafo.

Todos le fallaron al país. Los promotores de la ley, y quienes se sentían amenazados.

Dicho sea de paso, he leído con atención el proyecto de Ley de Comunicación en más de una ocasión buscando los argumentos que me den la licencia de llamarla “Ley Mordaza”, y no los he encontrado. Que perdonen mis limitaciones quienes piensan lo contrario.

Tampoco creo que la ley, como está, vaya a garantizar la asignación de frecuencias de radio y televisión “con métodos transparentes y en igualdad de condiciones”, como manda la Constitución. Si esa fuera la intención, ya se estarían revirtiendo al Estado todas las frecuencias entregadas de forma ilegal y antiética, como lo demostró el informe de la comisión auditora formada por la transitoria vigésimo cuarta de la Carta Magna.

En todo este proceso faltó pedagogía de ambos lados: Gobierno y prensa; pedagogía para involucrar al ciudadano en la elaboración de la Ley de Comunicación. Por eso la apatía demostrada por varios sectores, especialmente de los que no estamos en ese eje bicentralista Quito- Guayaquil. Porque nunca fuimos convidados a la elaboración de una ley –que sí nos afectará a todos– mientras nos llenaban con temores a un Consejo de Comunicación que finalmente no podrá clausurar medios.

Y ahora tenemos una ley que no mejorará el periodismo.