Dirigentes étnicos y fiscales indígenas admiten que en algunas comunidades los casos de justicia indígena desembocan en torturas que atentan contra los derechos humanos.

Esto a propósito del duro castigo que la comunidad La Cocha, en Zumbahua (Cotopaxi), aplicó a cinco personas acusadas de matar a Marco Antonio Olivo. Al presunto asesino, Orlando Quishpe (único retenido), incluso se lo habría condenado a muerte. Hoy, otra reunión  decidirá su juzgamiento.

Pero, ayer, durante su enlace, el presidente Rafael Correa criticó ese castigo e incluso alertó que ha ordenado una investigación para enjuiciar a los líderes responsables del secuestro.

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Para evitar esas torturas es necesaria una ley secundaria que regule la justicia indígena, reconocida en la Constitución, coinciden algunos fiscales.

Un primer intento por acercar la justicia consuetudinaria  a la ordinaria se dio mediante la creación de fiscalías indígenas. Salvo en Tungurahua y Loja, donde informes de esos organismos refieren que han bajado los casos de ajusticiamientos, esos juzgamientos  han aumentado.

No hay una regla que unifique los castigos e impida torturas durante los procesos de juzgamiento que se realizan en las comunidades. El caso de La Cocha, en Cotopaxi, pone de nuevo en el debate la aplicación de los castigos consuetudinarios. Ayer, el presidente Rafael Correa alertó que los dirigentes serán enjuiciados.

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María Luisa Pallo y Josefina Ante Pilalombo viven hoy lo que ambas califican como los peores días de sus vidas. En el centro de Zumbahua (Cotopaxi), la primera llora desconsolada y habla poco, tras la muerte de su hijo, Marco Antonio Olivo, asesinado el pasado 9 de mayo. Al norte de la parroquia, en la comuna de Guantopolo, Ante está desesperada; dice que no puede dormir. Siente temor. Su hijo, Orlando Quishpe, está retenido en la comuna La Cocha, al noroeste de Zumbahua, y su futuro se decide hoy, en una asamblea general. Una reunión similar ya lo había sentenciado a muerte, según dirigentes de comunidades de la zona, como castigo por ser el presunto autor del asesinato de Olivo, según líderes de esta comunidad.

Quishpe y cuatro amigos habrían golpeado a Olivo. Luego el primero lo habría ahorcado con un cinturón y atado su cuerpo a un poste en la plaza de Zumbahua. La comunidad actuó y detuvo a los cinco. Luego de hacerlos declarar les aplicaron castigos corporales como azote con ortiga (planta que causa picazón y laceraciones), baños con agua helada; los obligaron a caminar desnudos cargando sacos de piedras y los colgaron de las manos en unos palos. Los cuatro están libres; Quishpe, retenido.

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 Sin embargo,  ayer, durante su enlace, el presidente Rafael Correa criticó el castigo y  alertó que ha ordenado una investigando para enjuiciar a los líderes que lideran el secuestro.

Los comuneros catalogan esta actitud como un caso de justicia indígena y defienden su proceder. Pero las imágenes y la noticia han conmovido a sectores de la sociedad,  a  autoridades de Policía, Fiscalía y jueces, quienes, sin embargo, nada habían logrado hacer  hasta ayer.

La justicia indígena está contemplada en la Constitución. El art. 171 refiere: “Las autoridades de las comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas ejercerán funciones jurisdiccionales, con base en sus tradiciones ancestrales y su derecho propio, dentro de su ámbito territorial...”. Pero ese marco legal obliga a que los castigos “no sean contrarios a la Constitución y a los derechos humanos reconocidos en instrumentos internacionales...”. La ley establecerá los mecanismos de coordinación y cooperación entre la jurisdicción indígena y la jurisdicción ordinaria, señala. Pero no hay esa ley en el país.

En este caso, como en otros cientos de justicia indígena, surgen dudas respecto a que si se respetan la Constitución y los derechos humanos. Mauricio, el único hermano de Orlando Quishpe, dice que el chico estudiaba Arte en la Universidad Central de Quito y señala que es inocente. Refiere que lo culpan solo “porque lo ven mal por vestirse de negro y ser rockero”.

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Carlos Olivo, hermano de la víctima, en cambio, cree que Quishpe y sus amigos Flavio e Iván Candelejo Quishpe, Wilson y Kléver Chaluisa, sí son culpables. Ya habían amenazado a su hermano, quien en una ocasión habría ganado una pelea a sus supuestos agresores. Y lo único que pide es justicia.
Ricardo Chaluisa, dirigente de la comunidad La Cocha, asegura que ellos jamás dijeron que iban a quitarle la vida a Quishpe, como varios dirigentes indicaron luego de la asamblea de hace una semana. Sin embargo, la actitud de la comunidad ha sido criticada. “Hay un vacío en la ley respecto a la aplicación de la justicia indígena, pues no hay una ley secundaria”, refirió el pasado miércoles el fiscal general del Estado, Washington Pesántez, quien ese día trató de ingresar a La Cocha para inducir a la liberación de Quishpe, pero fue obligado a retirarse.

El juzgamiento en las comunidades viene de la época ancestral y se mantiene vigente, sobre todo en la nacionalidad quichua de la Sierra. En cada sector difiere la gravedad de los castigos. Para viabilizar estos procesos comunitarios, en noviembre del 2007, la entonces secretaria ejecutiva del Codenpe (Consejo de Nacionalidades y Pueblos del Ecuador), Lourdes Tibán, y la Fiscalía General firmaron un convenio interinstitucional para crear las fiscalías indígenas. La meta fue formar 23: 14 para la nacionalidad quichua, 3 para la Costa y 6 en el Oriente. Hoy funcionan 11 en Tungurahua y una en Chimborazo, Cotopaxi, Bolívar, Imbabura, Pastaza, Guayas, Pichincha, Morona  Santiago, Loja y Zamora Chinchipe.

Desde el 2008 a la fecha, solo las fiscalías indígenas de Bolívar, Cotopaxi, Tungurahua, Guayas y Loja han conocido 2.105 casos. Pero su labor no ha frenado los hechos como el de La Cocha o el ocurrido la medianoche del pasado jueves en la comunidad Valparaíso, de Guano (Chimborazo). Ahí la Junta del Campesinado latigueó a Jorge Gusqui, de 25 años, “por dedicarse a la bebida y agresividad”. Su padre, Juan Gusqui, recibió también el castigo, por no haber educado correctamente a su hijo.

Alejandro Lema, asesor jurídico del Codenpe, refiere que, en la práctica, la presencia de los fiscales indígenas ha dependido más de la voluntad de la comunidad. Se han registrado casos en que los fiscales han tratado de solucionar problemas, lo cual, dice Lema, es arrogación de funciones, pues no les compete y eso debilita a los indígenas.

Lema aclara que además hay una contradicción en el convenio firmado entre la Fiscalía y el Codenpe, pues se da a los fiscales indígenas facultades no solo de conocer las denuncias sino de aprehender a los involucrados en un presunto delito, lo cual es contradictorio con el espíritu de la Constitución. “Esto ha creado confusiones en los miembros de las comunidades, que a veces no saben si denunciar al Fiscal o a sus autoridades”, señala.

Por ello, a inicios de este año, el Codenpe dio por terminado el convenio con la Fiscalía. Ahora es el Fiscal quien designa a los funcionarios indígenas.
Líderes de las comunidades defienden la aplicación de la justicia indígena en sus sectores. Pero Manuel Sánchez,  fiscal de Bolívar, dice que estos dejan de lado la disposición de respetar los  procedimientos que no sean contrarios a la Constitución y a los derechos humanos.

Él critica que, por ejemplo, se ortigue a las personas y que, a menos de 10 grados de temperatura, se los bañe con agua helada. “Eso es una tortura”, indica, algo que rechaza Chaluisa, “porque esa es una forma de limpiar el cuerpo y el espíritu”.

Sánchez cree que es necesario establecer parámetros, porque los indígenas no pueden resolver un asesinato o una violación por su cuenta. Y cuenta lo ocurrido en la comunidad de Illangama (Bolívar), donde una adolescente de 14 años fue violada, según denunció su madre. Desde el inicio el caso lo conoció  la Fiscalía Indígena de Bolívar, pero después su comunidad, con la aprobación de la familia, presentó un escrito solicitando al Fiscal y al Juez que “declinen” en continuar la investigación porque el caso lo iban a resolver basados en la justicia indígena.

En su escrito, una especie de acta de sesión, indicaban que la comunidad se había reunido y había resuelto que la madre del presunto violador (otro adolescente) debía pagarle 20 dólares a la progenitora denunciante. Sin embargo, el pedido de la comunidad Illangama fue rechazado por la Fiscalía de Bolívar, donde desde el 2008 se han presentado 412 denuncias, 43 pasaron a instrucción fiscal y en cuatro hubo sentencias.

“Esas cosas no se pueden permitir, atentan contra los derechos humanos y la misma Constitución. Hay que dejar claro qué entendemos por conflictos internos”, critica Sánchez.

Romeo Gárate, fiscal provincial de Cañar, dice que para frenar los juzgamientos consuetudinarios, la Fiscalía se ha acercado a las comunidades.

Cita un ejemplo ocurrido en diciembre pasado: se produjo la violación y ahorcamiento de una adolescente en la comunidad Quilloac, del cantón Cañar. Los indígenas acudieron a la Fiscalía y esta, a la mañana siguiente, formuló cargos. El proceso continuó y el culpable recibió, el mes pasado, una sentencia de reclusión especial de  32 años de cárcel. “Este hecho causó tal alarma que hasta lo hubiesen linchado al agresor, algo que no se dio”, dice.

En cambio, en el sistema indígena la investigación no está a cargo de una persona, lo hace toda la comunidad. El delito es analizado y si es grave se pone en conocimiento de la asamblea general, donde se aplica el Ñahuinchi, que significa un proceso en el que intervienen las partes involucradas: testigos, familiares, vecinos, etc. Entonces, la asamblea resuelve qué tipo de castigo o qué mecanismo usarán para resolver el conflicto, según el funcionario  del Codenpe.

Él admite que las tradiciones no están escritas y que no son iguales entre las comunidades. Carlos Figueroa, ministro fiscal de Chimborazo, señala que es necesario establecer los parámetros y lograr una legislación secundaria unificada.

 Líderes indígenas refieren que los castigos con ortiga y agua helada ayudan a purificar el cuerpo y el espíritu.

Fiscales indígenas piden reglamentar los castigos en las comunidades, porque –dicen– hoy se tortura a los acusados.