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Se requirió de tecnología futurista para lograr uno de los peores desastres ecológicos del que se tenga registro. Sin esa tecnología, después de todo, BP, para empezar, no habría podido perforar el pozo Deepwater Horizon. No obstante, para quienes recuerdan la historia ambiental, la catástrofe en el golfo tiene un aire extrañamente anticuado, que guarda semejanza con los eventos que llevaron al primer Día de la Tierra, hace cuatro décadas.

Y quizá, solo quizás, el desastre ayudará a revertir el prolongado deslizamiento político del ambientalismo –un deslizamiento causado en gran medida por nuestro mismísimo éxito en aliviar la contaminación altamente visible–. De ser así, podría haber un aspecto positivo en un nubarrón muy oscuro.

El ambientalismo empezó como respuesta a la contaminación que todos podían ver. El derrame en el golfo recuerda el estallido de 1969 que cubrió las playas de Santa Bárbara con petróleo. Sin embargo, 1969 también fue el año que hubo fuego en el río Cuyahoga, que atraviesa a Cleveland. Entre tanto, se declaró ampliamente “muerto” al lago Erie porque sus aguas estaban contaminadas con algas de floración. Y ciudades grandes de Estados Unidos –especialmente, pero por ningún motivo la única, Los Ángeles– a menudo estaban cubiertas con un esmog grueso y acre.

No fue tan difícil, dadas las circunstancias, movilizar apoyo político para la acción. Se fundó el Organismo de Protección Ambiental, entró en vigor la Ley de Aguas Limpias, y Estados Unidos empezó a hacer progresos contra sus problemas ambientales más visibles. Mejoró la calidad del aire: las alertas de esmog en Los Ángeles, que solía tener más de 100 al año, se han vuelto raras. Los ríos dejaron de incendiarse y se pudo volver a nadar en algunos. Y el lago Erie ha retornado a la vida, en parte gracias a una prohibición de detergentes con fosfatos para lavar ropa.

No obstante, había un inconveniente en esta historia de éxito.

Entre otras cosas, a medida que ha disminuido la contaminación visible, también lo ha hecho la preocupación popular por los temas ambientales. Según un sondeo reciente de Gallup: “A los estadounidenses hoy les preocupa menos una serie de problemas ambientales que en cualquier otro momento de los últimos 20 años”.

Este declive en la preocupación estaría bien si la contaminación visible fuera todo lo que importa –pero no es así, claro–. En particular, los gases invernadero presentan una amenaza mayor de la que alguna vez fueron el esmog o los ríos que se incendian. Sin embargo, es difícil hacer que la población se centre en una forma de contaminación que es invisible, y cuyos efectos se desarrollan en décadas y no en días.

Ni tampoco la pérdida de interés de la población fue la única consecuencia negativa del descenso de la contaminación visible. Como las crisis fotogénicas de 1960 y 1970 se desvanecieron en la memoria, los conservadores empezaron a hacer retroceder las regulaciones ambientales.

Gran parte del retroceso tomó la forma de demandas para debilitar las restricciones ambientales. Sin embargo, también hubo un intento por construir un discurso en el que los defensores de fuertes protecciones al ambiente eran extremistas –“econazis”, según Rush Limbaugh– o liberales esnobs y decadentes que trataban de imponer sus preferencias estéticas a los estadounidenses comunes. (Siento decir que el prolongado esfuerzo para bloquear la construcción de una granja eólica cerca de Cabo Cod –que finalmente se terminará gracias al gobierno de Obama– cayeron en esa caricatura.)

Y hay que admitirlo: en general, los antiambientalistas han estado ganando la discusión, al menos en opinión de la población.

Entonces se produjo el desastre del golfo. Repentinamente, la destrucción del ambiente era fotogénica otra vez.

En su mayor parte, los antiambientalistas no se han pronunciado sobre la catástrofe. Cierto, Limbaugh –podría decirse que el líder de facto del Partido Republicano– sugirió sin demora que los ambientalistas podrían haber hecho explotar la plataforma petrolera para evitar más perforaciones submarinas. Sin embargo, esa observación probablemente reflejó desesperación: Limbaugh sabe que su discurso acaba de recibir un gran golpe.

Ya que la explosión en el golfo es un recordatorio mordaz de que el ambiente no se cuida a sí mismo, que la tecnología y la industria modernas pueden con demasiada facilidad infligir un daño horrendo al planeta, a menos que se vigilen y regulen cuidadosamente.

¿Estados Unidos tendrá cuidado? Depende mucho de la dirigencia. En particular, el presidente Barack Obama necesita aprovechar el momento; necesita enfrentar al grupo “Perfora, cariño, perfora”, diciéndole a Estados Unidos que atraer un desastre ambiental irreversible, y todo por unos cuantos barriles de petróleo, una cantidad que apenas si afectaría nuestra dependencia en las importaciones, es un negocio terrible.

Es cierto que Obama no está tan bien posicionado como debiera para hacer de este un momento del cual aprender algo: hace apenas un mes anunció un plan para abrir gran parte de la costa atlántica a la exploración petrolera, una medida que impactó a muchos de sus partidarios y le dificulta reclamar ahora la autoridad moral.

Sin embargo, necesita ir más allá de eso. La catástrofe en el golfo ofrece una oportunidad, una posibilidad de recapturar parte de ese espíritu del Día de la Tierra original. Y si eso sucede, algún bien podría todavía surgir de esta pesadilla ecológica.

© 2010 The New York Times News Service.