En el año del quinto centenario de la colonización en Cotopaxi se reunían los miembros de los jatun cabildos en una de las cinco casas campesinas. El tema favorito: la tierra. A veces preguntaban: “Antes las tierras eran de nuestros antepasados. Sus descendientes tenemos derecho de recuperarlas.

¿Qué piensas?”. Sin  enfoques simplistas, fuimos descubriendo que antes de los españoles nos invadieron los incas; antes de ellos otros pueblos invadieron estas tierras. Con malicia les preguntaba: ¿Yo tengo, como muchos otros ecuatorianos, una parte de sangre indígena, recibiré una partecita? Se turbaban, al escuchar que ellos mismos y también los españoles son mestizos.

No hay razas, ni culturas puras, ni derechos petrificados. ¿Quieres decir, me preguntaban, a veces molestos, que no tenemos derecho de recuperar nuestras tierras? Conociéndome cercano, no podían ni querían interpretar mis palabras como negación de su derecho a la tierra ni de su cultura. No era ni es fácil deshacer la complejidad acumulada en siglos, para actualizar con realismo creador derechos y deberes  de los pueblos “originarios”.

No quise ni quiero desmovilizar a los ecuatorianos “originarios” en su aspiración  de mucha mayor participación concreta en los bienes del país, como la tierra y la cultura. Me esforzaba en dejar, al menos, medianamente claras dos realidades: Primera: Los pueblos evolucionan, complementándose y corrigiéndose mutuamente. Segunda: Es inadmisible que un pueblo sofoque a otro.

Los dirigentes de los cabildos veían claramente que es imprescriptible su derecho a participar desde su identidad en los bienes del país; no veían con claridad cómo exigirlo concretamente después de la transformación secular.

Lo habían reflexionado en las casas campesinas, cuna del Movimiento Indígena de Cotopaxi. Me preguntaban preferentemente acerca de la “Pacha Mama”. Respondía citando escritos de  evangelizadores en el  primer siglo: Los originarios no la consideraban diosa; pero sí le reconocían una importancia fundamental. Notemos que los colonizadores estaban guiados por intereses económicos y los evangelizadores por una imagen de humanidad y de Iglesia, recortada por el “eurocentrismo”, vigente entonces.

Colonizadores y evangelizadores estaban convencidos de hacer un bien a los pueblos invadidos, sofocando su identidad y reemplazándola con la ibérica. A pesar del “eurocentrismo” la Corona exigió a misioneros del primer siglo que aprendan la lengua, la religión, la cultura de los pueblos “originarios”.
Parte de lo que hoy conocemos de la lengua, de la religión y de otros elementos culturales de esos pueblos nos ha llegado en escritos de esos primeros misioneros.

Hubo clérigos más colonizadores que evangelizadores; hubo también evangelizadores que intuyeron la imagen del evangelizador, que nos traza el Concilio Vaticano II: En todos los pueblos hay huellas del Cristo; el evangelizador ha de partir de estas huellas, ha de clarificarlas con la luz del Cristo, único hombre perfecto. Si Cristo es presentado, por ejemplo, a los shuaras desde su cultura, Cristo embona, entra en esa cultura. Un pueblo es evangelizado en la proporción en que Cristo entre y embone en su cultura y la consolide. Espero que el grande acontecimiento de Bolivia guíe a una  integración equitativa.