Desde el cielo, cuando el avión inicia el descenso, Quito se muestra como un mosaico gris y rojo de edificios y casas sobre una superficie interrumpida por cerros y montañas. Si el piloto decide entrar por el sur, se ven los techos de teja, alguna iglesia o parque y, enseguida, otra vez el cemento gris.

Ya en tierra, las diferencias: el tráfico y el aire enrarecido por el esmog no ayudan a la postal que se veía desde arriba. Todas las recomendaciones para el turista van, aunque matizadas, en una sola dirección: Quito es una ciudad muy linda, tenemos un centro histórico que es Patrimonio de la Humanidad, pero... tenga cuidado con los ladrones, póngase una buena chompa, no ande solo por las calles, sáquese los aretes, madrugue si quiere llegar a tiempo, fíjese en el taxímetro...

Los más viejos son conocidos por abusar de la doble r (rr) y cada vez que pronuncian la doble l suena como sh. “Son trres dólares para shevarle hasta ashá”, dice el taxista. Los jóvenes parecen obligados a poner una f al final.  ¿Están buenas las fiestas? “De leyffffff...”. Todos sacan en algún momento un diminutivo o un “dame pasando”.

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Muchas cosas ocurren al mismo tiempo en Quito. O, mejor dicho, en los múltiples y diversos Quitos, que intentan convivir pese a sus diferencias y contradicciones.

En La Mariscal, los gringos deambulan como hippies y llenan los cafenets; al lado van los estudiantes y los ejecutivos. En el sur, donde no hay McDonalds ni hoteles de lujo, las vecinas critican el alto volumen del heavy metal, el reggaetón, la tecnocumbia o el hip hop que traspasa las paredes hasta la media calle.

En la periferia, sobre todo los fines de semana, una procesión en agradecimiento al Divino Niño, a la Virgen de El Cisne, a la de El Quinche, a la de los transportistas, a la de los mercados... termina en un bacanal de un par de días.

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“Todo ha cambiado; hace mucho que dejó de ser la franciscana ciudad de antaño”, dice Nelson Maldonado, un conocido músico y radiodifusor que se postuló sin suerte para la Alcaldía en las pasadas elecciones.

El visitante que juzgue por el tráfico verá una ciudad lenta y caótica. Según el Municipio, el 32% de la red vial está saturada y la velocidad promedio de la circulación vehicular es de apenas 19,9 kilómetros por hora. Si se añade la atención de la burocracia en las instituciones públicas, la idea de lentitud y pasividad se impone.

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Y, sin embargo, las calles esconden sorpresas. Pasa más, mucho más, de lo que se advierte a primera vista. Si alguien quiere hacer compras y comer en el centro comercial deberá hacerlo solo hasta las 20:00. Pasada esa hora, casi todo está cerrado. Con noches frías (de incluso menos de 10° centígrados) pocos quieren salir.

En La Mariscal, los bares, cafeterías y restaurantes reciben a los farristas y aquellos que buscan encuentros casuales hasta las 03:00, como dicta la ordenanza municipal. ¿Y luego a dormir? No todos. Hay discotecas marcadas por el exceso (de diverso tipo) que funcionan durante la madrugada.

Cuando terminan la feria taurina y la elección de la reina, en las fiestas de diciembre, no se acaban los rituales populares del resto de ciudades que viven dentro de la gran ciudad. En La Tola (barrio del centro), cada mes hay una pelea de gallos en la que la batalla “no es del hombre contra el animal, sino del animal contra el animal”.

En San Juan, la reina no tiene auspiciantes ni premio, pero es la autoridad que impulsa soluciones para los problemas del vecindario. En El Pintado, al sur, los fanáticos del hip hop se niegan a abandonar los pantalones flojos y el breake dance.

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Una infinidad de formas de vida se multiplican por los nuevos tiempos y por el crecimiento de la capital.

El Distrito Metropolitano abarca 64 parroquias ubicadas en 423.000 hectáreas, de las cuales solo 18.860  corresponden a la ciudad de Quito que, no obstante, concentra más del 70% de la población.

Entre el 2001 y el 2008 se legalizaron 356 nuevos barrios y 82 urbanizaciones, y registraron 357 asentamientos informales. Según proyecciones del Municipio, la capital tiene unos 2 millones de habitantes.

Los sitios de encuentro ya no son la Plaza Grande ni el Ejido ni El Guambra o la Y; tampoco se escuchan los silbidos de antes en las esquinas de los barrios. Los centros comerciales se convirtieron en el punto de reunión; los mensajitos de celular le ganan la partida a los silbidos y a la gramática, para los más jóvenes una carita feliz dice más que mil palabras.

El avión inicia el ascenso. En poco tiempo los pasajeros advierten que la masa de edificios desaparece; desde arriba es posible identificar los límites de la ciudad central. Nadie sabe, sin embargo, dónde termina el Distrito Metropolitano.