ARACAJU, Brasil |

Recostada perezosamente sobre el Atlántico, esta capital del nordestino estado de Sergipe es sede del IV Foro Internacional sobre Desarrollo Territorial. Visto desde mi hotel, varios planos son observables: la zona de caminata y ejercicio en que los brasileños cuidan de su cuerpo y salud; los restaurantes de playa donde se suceden choperías, churrasquerías y restaurantes de  caranguejos  y  camaroes; más allá en la arena, hombres y mujeres toman el sol, y en el mar, torres petroleras extraen el futuro combustible que moverá autos y fábricas. Sin embargo, el encuentro al que asisto no mira hacia el mar ni hacia las torres, sino hacia el interior de nuestros países, sus municipios y zonas rurales.

El énfasis de la reunión es triple: por un lado, constatar una desigualdad escondida y poco visible entre territorios dinámicos, que crecen, reducen pobreza y desigualdad, mientras otros, la mayoría en América latina, se encuentran en situación inversa. Los primeros congregan apenas el 9% de la población y el 12,3% de los municipios, mientras que en aquellos estancados o en retroceso están el 35% de la población y el 32% de las municipalidades. En la mitad, un continuo de situaciones que van desde aquellos que combinan crecimiento e incremento de desigualdad a aquellos con estancamiento de ingresos y reducción de pobreza, vía transferencias públicas.

Por otro lado, la idea que sociedades civiles vibrantes, acuerdos y consensos territoriales y un sentido de identidad y de destino compartido explican, en buena parte, por qué unos territorios salen adelante  y otros no. Ello porque los territorios son lugar de referencia y de identidad básica y donde es posible que la sociedad se construya como actor colectivo. Es allí donde los ciudadanos pueden controlar la actividad de empresas y del Estado, hacerles responsables por sus actos y por sus omisiones, y pueden promover prosperidad, calidad, inclusión y sostenibilidad. Como decía en el evento Cándido Grzybowski, es en los territorios  donde la ciudadanía se vuelve real, deja de ser una abstracción, tiene nombres y apellidos, se conoce y pueden cooperar unos con otros, para forjar un destino compartido. Sus palabras me hicieron eco de una presentación que hace pocos días hizo Fernando Naranjo, prefecto de Tungurahua, sobre una de las experiencias más notables de desarrollo territorial. Su proceso se basa en el lema “Todos somos gobierno” y se basa en un doble sistema, el de representación democrática y en una asamblea de más de 1.000 líderes diversos: empresarios, indígenas, transportistas, pequeños artesanos, mujeres, regantes, comerciantes, etcétera. Ellos han consensuado democráticamente lo que será su vía de desarrollo. Los resultados están a la vista.

Lo anterior sugiere, y este es el tercer tema en debate, que lo fundamental para las instituciones nacionales es generar un marco adecuado para incentivar cooperación entre actores en los municipios y provincias, pero que el desarrollo debe ser territorializado. Muy en el sentido contrario de proyectos de ley extremadamente centralistas y por ello antidemocráticos, como el código territorial (Cotad) o de Cultura (que nacionaliza y centraliza el patrimonio) y el mismo plan nacional de desarrollo 2010-2014. Todos ellos consideran que el Estado es aquel manejado por el gobierno central, pensando acaso que municipios y gobiernos provinciales son algún tipo de ONG. Debe pensarse también que estados descentralizados son más controlables por sus ciudadanos.

Feliz coincidencia: cinco ecuatorianos festejamos ruidosamente cada gol liguista, los amigos brasileños nos miraban desconcertados.