Por: Ricardo Tello

No es lo mejor que ha interpretado Russell Crowe ni lo mejor que ha dirigido Kevin Macdonald. No soy crítico de cine. Pero el reciente estreno, en Cuenca, de la película Los secretos del poder (apareció en Estados Unidos en abril pasado) me dejó varias reflexiones sobre el ejercicio del periodismo en tiempos de cólera, leyes regulatorias, amenazas y mediocridad profesional.

La trama de la película, y su desenlace, son casi previsibles en los primeros 15 minutos: tres muertes; un congresista, un periodista y una mujer entre ellos, y catorce empresas tras un jugoso negocio con el gobierno de Estados Unidos. Las empresas aparentemente desvinculadas pertenecen a un mismo dueño –¿les suena familiar?– y están a punto de hacerse de 40 mil millones de dólares, la privatización del Departamento de Defensa y del negocio de la guerra.

El argumento del filme en el que Crowe interpreta a un experimentado cronista del  Washington Globe  cuestiona, por el exceso de opiniones personales, el papel de los  blogs  en los terrenos del periodismo. Pone al debate la tendencia de farandulear la noticia en desmedro del reporterismo serio con la finalidad de captar más lectores, y hace un repaso de las técnicas del periodismo de investigación que van a contracorriente del inmediatismo –a veces irresponsable–  de los nuevos medios.

Las relaciones con el poder, que convierten a la prensa en antipoder, y ciertas prácticas que se consideran ilegales –como grabar clandestinamente a fuentes para blindarse ante eventuales retracciones– ponen su cuota de actualidad con la realidad que vive el Ecuador. “¿Estamos infringiendo la ley?”, se pregunta una joven reportera encargada de la versión digital del  Washington Globe  cuando Cal McAffrey (Crowe) devela identidades a través de códigos de seguridad social. “No, es periodismo del bueno”, le responde con un aire medio cínico. Son las mismas dudas que se plantean cuando deciden grabar clandestinamente a una fuente clave y que se resuelven en función del código ético de cada espectador.

Afortunadamente los reporteros se resisten a la sugerencia de su editora (Helen Mirren) de publicar los escándalos sexuales del congresista destapados por una camarera: “El escándalo es ya una noticia; mañana lo desmientes y tenemos otra noticia… mientras tanto nosotros vendemos periódicos”. Ellos prefieren siempre tener las dos versiones y buscar lo sustancial –ergo, las relaciones extramaritales y las preferencias sexuales de los funcionarios públicos no son noticia, como sucede en nuestro medio moralista–.

El filme recrea, fielmente, el ambiente de las redacciones de los periódicos impresos, llenos de adrenalina y estrés; el trabajo sin horario de los reporteros y una obsesión por la precisión. Al momento del desenlace publican el 30% de lo recopilado, como mandan los manuales del verdadero periodismo.

Ciertamente no es lo mejor que ha interpretado Crowe, pero sí una oportunidad de retomar los códigos del periodismo riguroso y el aliento para mantener la tenacidad en tiempos de confrontación con el poder.

Lo último: pese a las amenazas, golpes y disparos contra los reporteros, aquello nunca se convierte en noticia, solamente en la consecuencia de haber optado por una profesión que, bien hecha, incomoda al poder y crea enemigos.