Un hombre de cabellera espesa y desordenada, con abdomen voluminoso y flaquísimo de ideas futbolísticas es el entrenador de la Selección Argentina: Diego Maradona. El técnico perfecto para el país que representa:

Maradolandia. El resultado es, también, idéntico al del país: mucho potencial, míseros resultados. En la tierra donde todo va para atrás, la Selección hace juego: tiene 16 puntos menos que la Argentina de Bielsa en la Eliminatoria del 2002 a esta misma altura, y 9 menos que la de Pekerman en la carrera del 2006. Con un agregado: ahora posee un universo de jugadores más rico para elegir. Pero juega Heinze en Argentina. Esto sólo debiera eximirnos de cualquier comentario adicional.

Las razones para entender la angustia por una posible eliminación del Mundial (cada vez más posible) hay que buscarlas más allá de lo futbolístico. No tienen nada que ver con el 4-4-2, el 4-3-3 o 5-5-2, es un tema de nación.

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En el país de las pampas, las vacas y los alimentos hay que bombardear al agro y asfixiar la ganadería, trabarle las exportaciones. Todo es así en la Argentina. Supo ser una gran nación, hoy ya no se sabe si es un país o un pasado, como dijo alguien. Aquel faro de cultura de América Latina parece una remota civilización helénica. Sólo falta la quema de libros, cerrar las universidades y destruir las estatuas de San Martín. El resto de la autodestrucción, más o menos, está hecha.

Argentina jugó tal cual es como país, Brasil también. Con individualidades brillantes, pero anárquico y confuso, uno; criterioso, organizado, serio, pujante, el otro. El resultado era cantado, porque el fútbol también tiene una lógica pura.

A Brasil no se le gana con declaraciones: hay que jugar mucho. Y tener un plan. Hace cincuenta años, los técnicos tenían incidencia mínima en el fútbol: se ponían un buzo azul con una pomposa letra “E” gigante en el pecho, pero en realidad eran figuras decorativas, sólo palmeaban a sus muchachos y les decían: “Vamos, que esta tarde tenemos que ganar”. Ahora no alcanza con eso; los muchachos le responden: “Ya sabemos que tenemos que ganar, díganos cómo”. Y ahí viene el problema para muchos, incluido Maradona. Dice que quiere un equipo que juegue “su” fútbol, el que él practicaba; pero la realidad muestra que lo seducen los picapiedras, está visto en sus convocatorias. Y utiliza con insistencia palabras como “combate”, “guerreros”, “trabar con la cabeza”. Cita jugadores a diestra y siniestra, luego no los utiliza. Gente que nunca jugó en la Selección es llamada un lunes y el sábado es titular.

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Dunga es infinitamente más sencillo: él tiene un problema con la estética; no se llevan. Y no lo esconde. Aunque tuviera a Pelé y Garrincha, él va a plantar un equipo defensivo, abroquelado en torno a su área, cuidando ante todo el cero en el arco propio. Hará mil pases hacia atrás si fuera necesario y le dejará siempre la pelota al adversario. No es un equipo de frac, sí de impecable saco y corbata. Lo bonito de su jogo es la consistencia. Además, fue investido para acabar con la era de los gordos nocheros y poner orden. Lo ha logrado.

Va a ser difícil ganarle a este Brasil poco generoso. Podemos equivocarnos, desde luego, pero es candidatazo a lograr su sexto Mundial en Sudáfrica. No vemos cómo un equipo de este planeta pueda derrotarlo: tiene al mejor arquero del mundo (¿no es uno de los mejores de la historia…? Pensémoslo al menos); una defensa de acero con tres centrales gigantescos, duros y eficientes: Lucio (la gran compra del Inter), Juan y Luisao. Un medio trabajador, competente, solidario con su defensa, esencialmente recuperador. Unos metros más adelante, Kaká, la mente más dañina e iluminada del universo fútbol. Y arriba la histórica, la terrible, la feroz, la casi salvaje contundencia brasileña para acertar todo. Un día Brasil va a generar dos avances y va a ganar 5 a 0. No hubo ni hay un fútbol más objetivo que el brasileño. Lo que a los demás les insume diez o veinte avances, a Brasil le demanda una ligera aproximación ofensiva. Es el legado de Pelé.

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Esa letal eficacia está asociada, hoy, con el notable presente de Luis Fabiano. Se siente cómodo en el esquema, como se siente cómodo Kaká y todo el equipo. Entregan la pelota, los rivales se vienen, chocan contra el muro del fondo y regalan espacios, aprovechados maravillosamente por el genio de la cara limpia, por ese monaguillo de movimientos suaves, casi lentos, pero que en realidad esconde a un diabólico velocista.

Argentina presentó un estadio impecable en la ciudad más futbolera del mundo (por muy lejos; ahí la gente se alimenta de fútbol), el eterno fervor de su gente, a un Verón fantástico, líder, mariscal, y a un Messi espléndido, rapidísimo, hábil hasta la incredulidad. También a un Dátolo incisivo, interesante. Una lástima, ellos querían y merecían más. Se fueron marchitando por la mediocridad que los rodeaba (incluso al costado de la raya). La misma mediocridad que impregna toda la vida argentina y tiene atrapado al talento, el esfuerzo y el trabajo.

Hoy, país por país, Brasil es 3 y Argentina 1. En todo. En fútbol también.