Pese a que desde el pasado 10 de diciembre la Policía Judicial de Pichincha cerró el Doll House, luego de que se descubriera que aquí funcionaba una red de trata de blancas, el establecimiento planea su reapertura.

Según denuncias presentadas en la Fiscalía, esta red traía jóvenes desde Colombia, mediante engaños, para esclavizarlas sexualmente a través de un sistema de multas.

Sin embargo, algunas de las mujeres que trabajaron en este local solicitaron su reapertura y además sostuvieron que el administrador nunca las obligó a prostituirse.

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Tenía 14 años la primera vez que puso un pie en el night club Doll House (Casa de Muñecas). No trabajó aquel día. Se mantuvo tímida en un rincón.

Pero dos años después retornó y comenzó a ejercer la prostitución en ese mismo local. Elizabeth (nombre cambiado), una colombiana de 19 años, cuenta esta historia sin rubor.

La Policía y la Fiscalía determinaron que el negocio estaba dirigido por una red de trata de blancas que traía jóvenes desde Colombia, mediante engaños, para esclavizarlas sexualmente a través de un sistema de multas.

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La indagación del cabaré se inició hace dos meses y medio, por la denuncia de dos chicas que escaparon del lugar, y derivó en la detención de ocho personas: Luis Alfredo Arévalo Duarte, administrador del negocio; Luis Alfonso Falcón Masabanda, quien traía a las jóvenes desde Ipiales (Colombia); Édgar Efraín Falcón Masabanda, a cuyo nombre se firmaban los cheques para los empleados del local; Ernesto Domínguez Guiraldo, cubano y jefe de seguridad; Martha Susana Almeida Garzón, contadora; y Vicente Caicedo Moreira, Jorge Simbaña Bedoya, Luz Elena Guerrero López, quienes cuidaban dos casas arrendadas donde vivían las chicas.

Ellos fueron detenidos la noche del 10 de diciembre, durante el allanamiento al local. Aunque ahí trabajaban 70 prostitutas, en el procedimiento descubrieron solo a 28 colombianas ilegales. Esto debido a que el operativo se aplicó en una hora inapropiada, a las 20:45, pues las chicas podían llegar hasta las 21:00.

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Elizabeth trabajó en el Doll House durante tres años. Es de Pereira (Colombia). Conoció el cabaré por su prima, otra prostituta del lugar que la animó a integrarse. Elizabeth dejó su hogar a los 16 y  vino a Quito con una amiga de su misma edad, Yadira (nombre protegido). Ambas adolescentes tuvieron suertes diferentes.

A Elizabeth, por su belleza y espontaneidad, le fue fácil competir con las 70 chicas que laboraban en el Doll House. Es esbelta, de rasgos finos en el rostro y curvas pronunciadas en su cuerpo. Según sus cálculos, ganaba $ 2.000 mensuales. “El ambiente era muy bacano”, confiesa con una sonrisa.

Se acostaba con cuatro o cinco clientes por semana y cobraba, como todas, $ 100 por cada uno. Además, las prostitutas recibían $ 2 por cada trago que consumían sus clientes.

Yadira, en cambio, se sostenía con modestia. Es pequeña y delgada. Tiene aspecto de adolescente. Pero sus ojos grandes y negros, sus labios delgados, su piel canela y su nariz marcan su atractivo. Se reserva el número de clientes que tenía, pero afirma que le resultaba complicado que alguno pagara una habitación para estar con ella, debido a la competencia que ejercían sus compañeras.

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Su ánimo decayó en las últimas semanas que laboró en el Doll House. Hubo días en que prefería quedarse en casa que perseguir clientes. Esa decisión le trajo consecuencias económicas, multas que llegaron hasta los  $ 700.

Una empleada del cabaré, que pidió la reserva de su identidad, explicó en qué consistía el sistema de multas.

Reveló que la casa cobraba $ 50 al cliente que sacaba a una chica del night club (aparte de lo que ella exija, esto es entre $ 130 y $ 200). “Si una muchacha no venía –refirió la empleada– asumíamos que se iba con un cliente y eso es pérdida para nosotros (...) De alguna manera debemos recuperar esa plata”. Las multas alcanzaban los $ 100 por cada falta.

María (nombre protegido), quien trabajó en el Doll House meses atrás, contó que el mismo valor tenían las multas por cada atraso, por no vestir bien y por no tener las uñas y el cabellos impecables.

Sin embargo, la empleada  aseguró que esas sanciones costaban $ 20 y manifestó que la norma servía como advertencia para mantener la pulcritud en el lugar y que muy pocas veces se la puso en práctica.

Sea como fuere, Yadira completó los $ 700 de multa y eso la tenía deprimida. Por eso decidió escapar una noche. La joven vivía en una de las dos casas que el Doll House arrendaba para acoger a las colombianas que trabajan ahí. Una está ubicada en el sector de La Primavera, en Cumbayá, y otra en el barrio La Floresta. Las chicas cancelaban  $ 30 semanales por alimentación y habitación. Yadira aprovechó el sueño del cuidador de la vivienda, lanzó su maleta por el muro, se trepó y huyó. Días después, Elizabeth se solidarizó con ella, pagó los $ 200 que debía al administrador y también se fue.

Tramitan reapertura
Desde que se cerró el local, ocho prostitutas que laboraban en ese cabaré pasan sus días atrás de un abogado que tramita la reapertura. En la oficina del jurista dijeron que más de una vez Luis Alfonso Arévalo Duarte, administrador del local, perdonó las deudas a varias chicas y les dejó que buscaran suerte en otro lado.

Ellas afirman que nunca fueron engañadas para trabajar ahí; que no estaban secuestradas, pues en sus momentos libres salían a cualquier lugar.

Una contó que hace dos años se prostituía en el cabaré más lujoso de Cali, el Fase Dos, y que una señora llamada Marina le ofreció trabajo en el Doll.

Ella le entregó $ 550 de parte de Arévalo para venir a Quito por aire. En menos de un mes, la cuenta fue saldada; lo demás, un promedio de $ 800 por semana, fue ganancia para ella. Así ganaban las muñecas del cabaré más caro de Quito. Sus clientes, entre los que se cuentan artistas y futbolistas, pagaban $ 140 por acostarse con una de ellas.