Faltan apenas nueve días para que vayamos a votar. Aún estamos a tiempo –aunque este apremia– para reflexionar seria, honesta y profundamente en el significado real de lo que vamos a hacer; en las consecuencias reales de ese acto personal y secreto de votar, que a cada cual acarrea enormes e ineludibles responsabilidades morales y materiales, individuales y sociales, muy graves y de diversa índole. Para lo que formalmente se nos ha convocado es para aprobar o no aprobar el proyecto de nueva Constitución.
Pero más allá de la mera formalidad de aprobar o no aprobar ese proyecto, conforme al texto que el Tribunal Supremo Electoral dice que recibió a bulto cerrado. Más allá de las dudas sobre la autenticidad de ese texto. Más allá del origen arbitrario, de hecho, de todo el proceso antecedente. Y también más allá del evidente, descarado y desequilibrante fraude publicitario que se viene dando en la actual campaña electoral, mi llamado a la reflexión apunta, como antes dije, al significado real, a las consecuencias reales del acto personal y secreto de votar, según cómo lo hagamos dentro de nueve días.
Para ayudar a esa reflexión hago las siguientes preguntas. ¿Respetó y sigue respetando el jefe de Estado, así como sus funcionarios y organismos públicos ad hoc, la Constitución de 1998 con la que fue elegido, que se dice dizque está vigente? ¿Se ha respetado el Estatuto, abrumadora e ingenuamente aprobado por votación popular, que le señalaba solo un encargo específico, con claros límites, a la mal llamada Asamblea Constituyente? ¿Qué garantiza que quienes no han respetado la Constitución y las leyes dizque vigentes, respetarán o no aplicarán según su regalada gana el ambiguo y confuso proyecto de Constitución del 2008, si confiada e ingenuamente lo aprueba más de la mitad de los sufragantes? ¿Qué valor tiene enfrascarnos y perdernos en lo que dice o deja de decir un proyecto de Constitución y otras leyes, cuyo respeto, interpretación y aplicación queda en la realidad sometido al poder totalitario?
Y ahora, para ayudar a contestar esas preguntas, anoto unas pocas pero muy elocuentes y recientes reacciones. La de León Roldós, que estuvo junto pero no revuelto con la mayoría en la Asamblea, tras la cual ha denunciado la adulteración del texto que se va a votar. La de Mónica Chuji, que estuvo junta y revuelta con el partido, el Gobierno y la Asamblea Constituyente de Correa, ex asambleísta que acaba de renunciar a todo eso pero no al Sí, obviamente en la esperanza de sacar otra vez partido a río revuelto. Y, finalmente la reacción de Ricardo Patiño, que estuvo, está y estará bien junto y revuelto en esta aventura correísta. Ministro Coordinador de la Política que, cuando los vendedores ambulantes se manifestaron en Quito contra un literal de la Ley de Tránsito, sencillamente les dijo que se ordenará a la Policía no aplicar ese literal vigente y sanseacabó.
Si a lo anterior añadimos la reciente carta del Secretario de la Conferencia Episcopal, en que le dice al jefe del Estado “le ruego que respete, aunque no comparta, las opiniones de los obispos y sacerdotes de la Iglesia a la que usted pertenece”, entonces parecería que nada importa lo que diga o deje de decir nadie ni nada, tampoco el proyecto de Constitución a votar dentro de nueve días. Quizá por eso ha venido a mi memoria lo que el insigne literato español José Zorrilla y Moral (1817-1893) puso en boca de Don Juan, personaje central de su obra teatral más exitosa: “ni consideré sagrado, ni hubo razón ni lugar por mi audacia respetado”. Reflexionemos pues, seria, honesta y profundamente antes de votar.