Acaba de dejar el Gobierno, demostrando una vez más la absoluta inestabilidad del régimen, la ministra Wilma Salgado, quien fue posesionada, para sorpresa de muchos, cuando el economista Fausto Ortiz fue dejado de lado, de manera similar a lo que ocurrió con Alberto Acosta, cuando su presencia podía impedir que se cumplan las aspiraciones de la revolución. Por supuesto, la salida de Fausto Ortiz fue una de las pocas salidas dignas que hemos podido presenciar durante los últimos meses, caracterizados por un recambio impresionante de piezas en el régimen. Hemos observado la existencia de funcionarios que van y vienen de un cargo a otro y que han institucionalizado y creado, para mal de la República, la categoría de ministros todólogos.

Esta vez, al tocarle el turno a la ministra Salgado, parecería ser que el problema se originó al presentar, de forma absolutamente ilegítima, un proyecto de Presupuesto General del Estado desfinanciado, a unos señores que no son más que simples ciudadanos y que pretenden tener las facultades del Congreso Nacional.

La actuación de estos seudolegisladores, que más temprano que tarde y una vez que el Ecuador se constituya en un auténtico Estado de derecho, deberá ser sancionada, confirma una vez más el rompimiento de los principios fundamentales en los cuales se asientan los estados modernos y la implantación del populismo como norte de la actuación del Gobierno.

El descaro con el que se está manejando la función pública; el imparable gasto electoral; la entrega arbitraria de recursos públicos, la creación de expectativas imposibles de cumplir y, en definitiva, la instauración de un régimen que hace de la demagogia su carta de presentación, no solo que trae ya consecuencias nefastas para la seguridad que el Estado debe proporcionar a los ecuatorianos, sino que dejará sembrada la discordia y el odio entre ecuatorianos, sin que se pueda avizorar en el corto plazo un remedio y más bien, por el contrario, todo hace presumir que la crisis de confianza se agudizará en los próximos meses, con consecuencias lamentablemente muy predecibles: pérdida de empleo, inflación, inseguridad y por supuesto, destrucción de los últimos reductos de la institucionalidad, es decir, la destrucción del municipalismo.

Por supuesto, la enorme crisis que se avizora impedirá el retorno de ecuatorianos desde el exterior, con lo cual otra promesa del Gobierno se habrá incumplido, y provocará nuevas olas migratorias, no hacia Venezuela,  Nicaragua ni Bolivia. A la par, las dificultades de los ecuatorianos en el exterior, especialmente en Estados Unidos y Europa, limitará la llegada de remesas, con lo cual la situación económica de miles de ecuatorianos se verá aún más complicada.

Ante este desbarajuste institucional, es fundamental que las ciudades replanteen su pasividad y se conviertan en el bastión necesario para que la democracia, gravemente herida, pueda tener alguna posibilidad de salvarse. No puede ser únicamente Guayaquil la que resista el embate. Es necesario que ciudades como Cotacachi, Machala, Babahoyo, Cuenca, Manta y Quito reaccionen. De lo contrario, la factura que se pagará será demasiado cara. Jamás debe olvidarse que el populismo no conoce de límites.