Mientras todo esto ocurre, un muchacho permanece, impertérrito, en su asiento y mira hacia otro lado, como si la cuestión no fuera con él. Si su actitud hubiera sido distinta, el desenlace lo hubiera sido también. Quizás hasta hubiéramos presenciado un acto heroico. Un acto que hablaría de solidaridad, de la defensa del más débil, de una reacción contra el salvajismo más salvaje, contra el odio más ciego.

Pero no. Lo que vimos fue el pragmatismo puro y duro, al que tan acostumbrados estamos: aquello que no es conmigo, no me incumbe. Es preferible mirar hacia otro lado.

El otro, en esta sociedad frenética, ha dejado de importarnos. Nuestro vecino es un desconocido: que él se las arregle como pueda.

Todos sentimos esa patada en el rostro. A todos nos hirió la bastarda actitud del agresor. Pero todos, también, miramos para otro lado.

Miramos para otro lado cuando no hicimos nada para que tantas chicas como la agredida, que tuvieron que abandonar el país porque sus padres no encontraban trabajo, no se fueran. No supimos detenerlas. O no quisimos. No nos levantamos de nuestros asientos para, asumiendo todas las consecuencias, defenderlas. Miramos hacia otro lado. No actuamos con entereza para lograr que sus vidas fueran más dignas. Ni siquiera gritamos cuando fuimos testigos de su indefensión ante el destino, de su desolación, de su abandono. Nos arrellanamos en nuestro asiento y esperamos a que pasara esa andanada de golpes, de oprobios, de frustraciones.

Tampoco fuimos capaces de levantarnos cuando contemplamos cómo la vivarachería iba carcomiendo a una sociedad, hasta podrirla de abuso y corrupción. Miramos hacia otro lado y comenzamos a adaptarnos al nuevo esquema en que el asalto a los fondos públicos pasó a ser cosa corriente y la coima, la evasión tributaria, el contrabando, prácticas cotidianas. La política se tornó en un carcamal que nosotros ayudamos a ensuciar eligiendo como nuestros representantes a seres abyectos, mentirosos, cuyas falacias y truhanerías olvidamos enseguida.

Ahora seguimos en nuestro asiento cuando vemos cómo se agrede salvajemente a aquellos que yacen huérfanos de salud, de educación. Miramos hacia otro lado, allá donde ocurren cosas más amables, aquellas a las que el consumo nos invita con sus ofertas tentadoras, sus espejismos, sus promesas.

¿Qué hicimos, qué hemos hecho cuando, hora tras hora, somos testigos de esas brutales agresiones que ocurren contra los más débiles, cometidas por quienes les patean en el rostro prevalidos de su poder, su prepotencia o su riqueza?

Las patadas en el rostro se suceden y suenan brutales, como en el cuento de Palacio, ¡chaj, chaj, chaj! Para detenerlas, ¿somos capaces de levantarnos del asiento? ¿O quizás, por comodidad o cobardía, seguimos mirando hacia otro lado?