El músico no ha sido solo un trompetista de gran valía, un compositor solvente y un educador muy destacado. También es un gestor cultural que ha dado sus frutos.

En una tienda de esquina en la ciudad de Loja, Édgar Palacios encontró su destino en una guitarra. Tenía seis años y el descubrimiento dio paso a la curiosidad. Pulsó las cuerdas y apareció la música, desde allí su vida tomó sentido.

El camino ha generado frutos y eso se reconoce ahora al haber logrado el premio Eugenio Espejo. Pasaron 60 años desde el descubrimiento infantil, pero la guitarra no fue el instrumento para Palacios. Cuenta el maestro: “Tocaba la campana en un carro de la basura de 07:00 a 15:00 y ganaba cuatro sucres. Haciendo ese trabajo me encontré una flauta dulce y aprendí algunas canciones populares”.

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Su primer maestro fue Víctor Moreno Íñiguez quien lo condujo de la flauta dulce a la traversa. En esos días comenzó a participar en la estudiantina de la escuela fiscal Miguel Riofrío. De la flauta pasó a la corneta que lo llevó a la trompeta en la banda de guerra del colegio Bernardo Valdivieso.

En el camino que había comenzado, Édgar Palacios encontró a los maestros del arte y de la vida: Segundo Puertas Moreno, “el más grande pedagogo de Loja. Con él me hice músico”. Y más que nadie, uno de los grandes compositores de la música ecuatoriana, Segundo Cueva Celi. “Con él la relación era muy especial. Yo la llamo amistad, pero era algo muy respetuoso”.

Cueva Celi marcó a Palacios de tal forma que aún guarda en la memoria uno de sus últimos encuentros: “Había regresado de Europa y visité al maestro en una casa que tenía aquí en Quito. Le pregunté cómo estaba y me respondió: “Aquí, desterrado”. El episodio refleja bien el nexo estrecho que tienen los lojanos con su tierra, pese a la diáspora”.

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El “exilio” de Palacios fue lejos, muy lejos, en Rumania. A la vieja Europa del Este llegó con una beca de la poderosísima (en esa época) Unión Internacional de Estudiantes. ¿Por qué ese país? Palacios cuenta que tuvo tres posibilidades: la primera, Estados Unidos; la segunda, Italia; y la tercera, Rumania, que aceptó porque le ofrecía una formación más completa y con más años de estudios. Pero, también, por una razón más personal: se considera un hombre de izquierda, con una profunda conciencia social.

En ese país las cosas no fueron fáciles de entrada. “A los 30 días quise regresarme porque extrañaba demasiado lo que había dejado atrás.
Pero me armé de valor y seguí, al punto que en los cinco años de estudios solo tomé quince días de vacaciones”. Pero, Palacios llevó también un “arma secreta” para adaptarse a lo que ahora considera su segunda patria: un gran amor. Al poco tiempo de estar en Europa, el maestro se casó con la lojana Marcia Mendieta.

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Si bien, la familia tuvo oportunidades para quedarse en el Viejo Continente, prefirió retornar al Ecuador. Instalado en Quito, Palacios dio conciertos e inició proyectos que obtuvieron amplio reconocimiento. En esa época compuso la música para El boletín y elegía de las mitas, el famoso poema épico de César Dávila Andrade, que aún hoy considera una de sus obras con más fuerza y profundidad.

El temple y la visión de Palacios lo han convertido en un gestor cultural que ha conceptualizado y desarrollado exitosos proyectos.
Probablemente su obra mayor sea el Sistema Nacional de Música para Niños Especiales (Sinamune) y su orquesta.

El Sistema es toda una referencia. Las crónicas de la gira del Sinamune por España el año pasado dan cuenta que se lo considera un modelo a seguir. El hombre en equilibrio, es un hombre feliz. ¿Es feliz Édgar Palacios? El maestro dice que sí lo es. “Lo soy porque todo lo que quise hacer en la vida lo he hecho”. Y esa es la gran lección del artista.