La sociedad machaleña confiaba en el notario José Cabrera Román por su imagen de hombre serio.

El informe policial de la muerte de José Javier Cabrera Román dice que la noche del 25 y madrugada del 26 de octubre de este año, consumió cocaína, bebió whisky y estuvo acompañado de una joven de 18 años en el hotel Mercure, en Quito. Cabrera murió a los 71 años de un infarto, el 26 de octubre, día del Notario ecuatoriano, actividad a la que se dedicó la mayor parte de su vida.

Las circunstancias de su muerte sorprendieron porque todos consideraban a Cabrera un personaje ejemplar, que dio su principal fuente de ingresos a miles de personas que confiaron ciegamente en los altos intereses que pagaba por recibir sus capitales. “Después de Dios, el doctorcito Pepe”, se llegó a escuchar en la capital orense.

En general, la sociedad machaleña consideraba a José Cabrera Román como uno de sus hijos predilectos, aquel notario honesto a quien cualquiera le confiaría la inscripción de las escrituras de propiedad de sus casas, lo que de hecho ocurría.

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Quienes lo conocieron lo definen como una persona tranquila, bohemia, intelectual, de convicciones católicas profundas, pero que gustaba de la opulencia. Un profesor de su escuela en Piñas, su ciudad natal, recuerda que de niño, Pepe -como lo conocían en esta localidad- soñaba con acumular mucho dinero, en efectivo. Ser una especie de rey Midas, que todo lo que tocaba lo convertía en billetes.

Y de billetes se rodeó en su oficina. Pese a su sueldo fijo, 492 dólares mensuales, el notario llegó a manejar una cantidad de millones de dólares que es difícil de precisar. Entre las muchas leyendas que se tejen ahora, se comenta que detrás de sus libros en la biblioteca empotrada de su oficina, guardaba gruesos fajos de billetes de cien dólares, que se habrían robado en el saqueo que ocurrió el 12 de noviembre. Si fue verdad, probablemente nunca se sabrá.

No era un dechado en los negocios, aseguran algunos de sus amigos. Por eso sorprendió su faceta de financista, que multiplicaba al instante los capitales que recibía.

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Coleccionista de carros clásicos en miniatura, también era amante del buen whisky, de los relojes Rolex y podía igual leer versos de Neruda –su poeta predilecto– o los best sellers de Gabriel García Márquez  y de Paulo Coelho. Pero sobre todo, según sus clientes, era un abogado en constante preparación y siempre bien informado. La biblioteca de su oficina estaba poblada de libros de derecho. Sobre finanzas, no se pudo encontrar uno solo.

Lo que nadie se imaginó era el fin que tendría José Cabrera. Su tumba profanada, su nombre insultado. Hace apenas un mes eso sonaba imposible.