Caminaba hacia otro lugar, cuando el portal de Lorenzo de Garaycoa y Huancavilca soltó una fragancia que me atrapó. Era el grato y estimulante aroma del café tostado y molido.

Cambié de planes y acudí a la tradicional tienda Café Flor de Manabí, lugar desde el que fluía ese perfume. Recordé que siete años atrás –cuando la libra costaba diez mil sucres, actualmente su valor es de un dólar ochenta–, conversé con Hipólito Villacís Mero, fundador del sitio.

 Pero ahora me entero que él murió hace dos años y que ahora al frente del negocio está su viuda Aderita Cervantes, sus hijos (Abraham y Aderita) y un tío de estos últimos.

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La tienda sigue igual, aún funcionan las antiguas moledoras y el café es pesado en la fiel balanza de siempre. Ni  Hipólito Villacís está ausente, porque un retrato suyo cuelga de una pared.

Mientras atiende a sus clientes,  Aderita Cervantes Cevallos (Los Ríos, 1941) se anima a desgranar la historia de su café que huele a flor y alegra la vida.

Todo comenzó cuando en 1947,  Hipólito, manabita de pura cepa, pedaleando una bicicleta, empezó a distribuir en las tiendas del centro de Guayaquil fundas con libra y media libra de café.

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 Dejaba el producto a consignación y les cobraba después de ocho días.

Olor a flor
El negocio prosperó y en 1952 se abrieron las puertas Café Flor de Manabí en las calles Lorenzo de Garaycoa y Huancavilca.

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 Poco después, el café también se expendía en pequeños quioscos ubicados alrededor del populoso Mercado Central de la calle Seis de Marzo.

Tanto en la tienda, como en cada uno de los quioscos, el café era molido en presencia del cliente.

Esa mágica costumbre siempre fue la marca del negocio de los Villacís. Aunque ahora, algunos clientes andan apurados y prefieren llevarse el café enfundado con anterioridad y perdiéndose la ceremonia de la molida del grano.

Lo curioso es que pese su nombre: Café Flor de Manabí, el grano que expenden siempre lo han traído de diversos puntos de la provincia de Loja: Alamor, Cariamanga, Cotococha.

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“Las personas ignoran que el mejor café se cultiva en la altura, salvo en ciertos sectores de Manabí. En las partes altas se da un café superior”, acota  Aderita.

Los Villacís utilizan granos seleccionados de café arábigo. Sus proveedores lojanos le envían el café crudo. Acá, en Guayaquil, utilizan los servicios de la tostadora de El Conquistador.

 Ese grano tostado llega a la tienda y es molido en los dos molinos Hobart, máquinas que datan de 60 años atrás cuando eran lo último en tecnología.

Los molinos todavía están en buen estado y funcionan pero cuando se dañan, deben buscar los repuestos –ya fuera de circulación– entre las curiosidades y reliquias que, en bodega, guardó  Hipólito. Es cuando la familia Villacís invoca su memoria en busca de ayuda y esta siempre llega.

Cafeína
T.R. Reid, en la revista National Geographic, de enero del presente año, publica el amplio reportaje ‘Cafeína’ donde cuenta que en 1820, cuando proliferaban los cafés en Europa, los científicos empezaron a preguntarse qué hacía tan popular a esa bebida.

Fue el químico alemán Friedlied Ferdinand Runge el primero en aislar el principio activo del grano de café y llamó a esa sustancia “cafeína”, que significa “procedente del café”.

Posteriormente los científicos postularon diversas teorías para explicar el poder de la cafeína para “promover la vigilia”.

Actualmente se cree que la cafeína bloquea el efecto hipnótico de la adenosina –sustancia química del cuerpo que actúa como soporífero natural–, impidiendo que nos quedemos dormidos.

También se ha demostrado que la cafeína, en cantidades moderadas, nos mejora el humor e incrementa el estado de alerta, resultando una poderosa pócima para los noctámbulos.

Aderita comenta que ahora son pocos los que beben café de esencia, la mayoría nació con la cultura del café instantáneo.

Las últimas generaciones están marcadas por la prisa y prefieren ese otro tipo de café.
Pero el café colado es superior porque es natural, sin químicos ni preservantes.

La tienda Café Flor de Manabí tiene una antigua clientela que ha fomentado, en sus hijos, la costumbre de beber café colado y algunos de estos son sus actuales clientes.

Cuenta que hay un señor –y como él varios de sus clientes– que dice que si no toma una tacita de Café Flor de Manabí, no puede empezar a trabajar.

Esos clientes visitan la tienda, se dejan cautivar por esa fragancia y son testigos de cómo Aderita agarra el cucharón de lata y toma el café en grano de la vitrina, lo introduce en la tostadora que empieza a moler el grano con un ronroneo de gato alunado.

Cuando el proceso termina, el aroma es más intenso y pese a que es empacado en fundas de papel, el aroma del Café Flor de Manabí no cesa. Invade con su olor el sector.

Después sigo caminando, pero esta vez, con los ecos de la canción Café de Eddie Palmieri: “Al despertarme el aroma del café/ dime Micaela/ a quién no le gusta un buchito/ de café bien sazonado”.