La reelección del presidente George Bush se debió, entre otras causas, al apoyo de ciudadanos que decidieron su voto no en función de programas políticos, sino de las creencias religiosas de su candidato.

En estos días de reflexión religiosa conviene que meditemos sobre tan complejo asunto.

La política tiene una virtud o un defecto, como quiera que se lo mire: no puede hacer surgir sus propuestas de la fe en Dios, porque política y religión se mueven en ámbitos diferentes.

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La política define las relaciones entre los seres humanos, y por eso está llena de errores; la religión quiere ser el vínculo entre los seres humanos y un ser superior, y de allí que no tenga cabida directa en los pantanosos asuntos de Estado.

Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.

No cabe entonces que los dirigentes políticos utilicen la fe para obtener réditos electorales, y menos aún que los ciudadanos esperen a que sus gobernantes sean mejores o peores en función de la fe que los distinga.

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Para bien o para mal seguiremos dependiendo de cualidades y defectos de este mundo, como la inteligencia, la perseverancia y la integridad, demasiadas veces tan escasos.