Por otra parte, a mí no me habría gustado conocerlos ni tener contacto con ellos. Todo lo que olía al régimen franquista me repugnaba. Con personas así yo no habría tenido una palabra que hablar. El régimen entero, desde Franco hasta su último censor, me parecía despreciable. Supongo que lo recuerdan. Hará cerca de un año que el presidente Aznar, decidido a participar en la ya decidida y fraudulenta guerra de Iraq, dio su orden y expresó su deseo: “España tiene que dejar de ser un país simpático”. Algo así. Que tal vez dijera “solo simpático” no cambia nada.

Bien. Una de las comprobaciones más descorazonadoras de los tiempos actuales es el desmedido influjo que, contra todo pronóstico en nuestro país, tienen el estilo y el carácter de los gobernantes sobre el carácter y el estilo del conjunto de la sociedad. Hace no demasiados años, cada cosa iba por su lado, o incluso por caminos opuestos. Claro que el caso de España quizá no sea muy representativo: esa divergencia se produce con facilidad cuando el gobierno es dictatorial y al ciudadano no le queda más remedio que obedecer y someterse en lo público; entonces, de hecho, su distanciamiento personal de los gobernantes, su íntimo desprecio hacia ellos, es casi lo único de que dispone para no verse contaminado del todo, y su sola defensa es diferenciarse al máximo en el ámbito de lo privado (en sus usos, maneras, costumbres), y procurar rehuir a aquellos y no tenerlos en cuenta a la hora de formarse opiniones, elaborar sus gustos, comportarse cotidianamente, desarrollar un estilo. Hace unos meses lo recordé bien.

Una estudiosa americana sobre la censura franquista me envió, tras haber buceado en archivos vetustos para rescatarlos, los informes que esa censura previa emitió sobre las dos novelas que, con diecinueve y veintiún años respectivamente, llegué a publicar bajo ese régimen. Yo nunca los había visto, claro está, ni siquiera había tenido en su día conciencia de su existencia, pues ese trámite de presentar a las autoridades los textos para su aprobación lo llevaban a cabo las editoriales, y solo si hubieran prohibido o machacado los míos habría yo prestado atención al asunto. La estudiosa (de la Universidad de South Florida) me adjuntaba un cuestionario, y una de sus preguntas decía: “La censura era secreta.

Ahora, al examinar su expediente, ¿puede explicar la necesidad de eso? Por ejemplo, en su opinión, ¿por qué era importante que no conociera a su lector/censor y que no tuviera ningún contacto directo con él?” Evidentemente, la estudiosa no estaba aquí y piensa, pese a todo, en un mundo con alguna lógica y un mínimo de consideración. Explicarle aquel mundo habría ocupado folios, así que me ceñí a la cuestión: “Supongo que trataban de evitar dos cosas: a) que los autores pudieran buscar enchufes si conocían los nombres de los censores; b) que estos quedaran marcados, apestados: ser censor es algo muy ridículo y antipático, lo mire como lo mire, y bien lo supo Cela, que lo fue. Por otra parte, a mí no me habría gustado conocerlos ni tener contacto con ellos. Todo lo que olía al régimen franquista me repugnaba. Con personas así yo no habría tenido una palabra que hablar. El régimen entero, desde Franco hasta su último censor, me parecía despreciable”. Y a otra pregunta, acerca del grado de información que yo tenía, veo que respondí: “No sabía nada ni me preocupé por saberlo nunca. Ya le digo, eran mundos distintos, y uno procuraba no mezclarse con el de la burocracia franquista. Tampoco nos provocaba curiosidad de ningún tipo. Lo único que podía hacerse era combatirlo, con escasos medios. Así que nunca supe del funcionamiento. No recuerdo que las editoriales me informaran de nada de ese proceso idiota, ni yo tenía interés en ello”.

Y en efecto, vivíamos sojuzgados pero el divorcio era absoluto. Los gobernantes llevaban su paso y la sociedad llevaba otro, y eso explica en parte la rapidez con que, una vez muerto el dictador, se lo relegó al pasado, y aún es más, a una especie de prehistoria. A los seis meses de su acabamiento, lo que había oprimido durante casi 40 años nos parecía remoto, casi irreal de tan anacrónico. Así se lo pareció hasta a los numerosísimos franquistas, que se dieron loca prisa en negar sus adhesiones, maquillar sus bajezas e inaugurar el nuevo género de la autobiografía-ficción; algún día habrá que hablar de esto con detenimiento.

Lo cierto es que, si el franquismo era autoritario, chulesco, sombrío, beato, fanático, inculto y con olor a rancio, la sociedad (o su parte menos venal, acomodaticia y gregaria; pero esa es la que impulsa y mueve al resto) intentaba ser tolerante, considerada, luminosa, racional, abierta, cultivada y con olor a colonia, dentro de lo que cabía. Había que distinguirse de aquella clase gobernante desprestigiada, y en la medida de lo posible hacer caso omiso, no contar con ella. Cuando no hay libertades, uno –con precauciones- ha de írselas tomando, hasta que lo frenen. Lo que no debe hacer es facilitar el trabajo de los represores, es decir, frenarse uno mismo de antemano, por si acaso, y así asimilarse a ellos, imitarlos, dejarse influir por ellos e interiorizarlos.

Pero con los gobernantes elegidos democráticamente (que no por eso son democráticos siempre), el distanciamiento se ha demostrado muy difícil. Uno querría pensar que se debe a que la sociedad los siente legítimos y representativos. Pero me temo que lo principal no es eso.