¿Para qué diablos necesitaba George Bush que se adelantase la cumbre de presidentes de las Américas, que originalmente estaba prevista para el año 2005 en Argentina, y solo por su iniciativa finalmente se realizó en México días atrás? Si uno lee el texto de la declaración final de la Cumbre de Monterrey encuentra la misma retórica de siempre. ¿Para qué entonces el apuro? ¿Es que la Casa Blanca no podía esperar un poco más?

Desde hace unos años, la política exterior norteamericana viene despertando en América Latina un profundo malestar. No me refiero solo a los casos extremos, como el de Venezuela. La abrumadora mayoría de países latinoamericanos se negó a apoyar a Bush en su guerra contra Iraq. Incluso México y Chile, que habían firmado o estaban negociando tratados comerciales con Washington, le dieron la espalda a su socio en el Consejo de Seguridad de la ONU.

Luego, Argentina declaró la moratoria de su deuda externa y su presidente Néstor Kirchner envió a su Canciller a Cuba. Más tarde, Brasil llamó a conformar un bloque latinoamericano para negociar el Alca, y cuando Bush ordenó que fotografíen a los latinoamericanos que ingresen a territorio norteamericano, Lula respaldó a un juez brasileño que había emitido una orden equivalente.

Hasta Colombia tuvo su arrebato nacionalista, cuando no quiso aceptar que los norteamericanos sean excluidos de la Corte Penal Internacional y Washington tuvo que amenazar a Uribe con un drástico recorte en la ayuda militar para obligarlo a que se retracte.

Nada de esto significa, por supuesto, que ya se haya producido una ruptura definitiva. Entre los gobernantes de América Latina por ahora hay descontento, no más.

Pero imaginemos alguno de estos escenarios: que la economía brasileña se caiga un poco, no mucho, solo lo suficiente para que Lula se sienta empujado a seguir el ejemplo de Argentina y declare la moratoria de su deuda externa. O que el frágil gobierno boliviano se derrumbe, fortaleciendo aún más al movimiento indígena de los Andes. O que Néstor Kirchner le haga caso a sus asesores y le proponga a los países latinoamericanos la conformación de un bloque comercial independiente. O que Hugo Chávez derrote en el referéndum a una oposición cada vez más dividida, y con eso gane adeptos para sus posturas antinorteamericanas.

Hasta ahora, Bush había visto con indiferencia esas amenazas. Es posible que en un año electoral difícil –donde el voto hispano jugará un papel decisivo–, finalmente haya comprendido todo lo que está en juego.

Así se explicaría su buena conducta en la reunión de Monterrey; su recortada propuesta de legalizar a algunos emigrantes latinos; su repentino interés por un tratado de libre comercio con algunos países andinos; el apoyo que le dio al esquivo Kirchner en sus negociaciones con el FMI; y su interés por negociar con Brasil para encontrar una solución al problema de las visas.

Lo que América Latina necesita, por supuesto, es mucho más. México sirve de ejemplo, en realidad de mal ejemplo: el Tratado de Libre Comercio con ese país sirvió para que la economía mexicana creciese a un promedio de solo el 1% anual desde 1994, muy por debajo del 3,4% que se alcanzó en el periodo populista de 1948 a 1973.

Pensando en las elecciones, Bush le ha lanzado a América Latina apenas un beso volado, de esos que no cuestan mucho y no comprometen a nada. Veremos cómo actúa si consigue su reelección.