Larissa Marangoni es figura importante en la actual producción artística ecuatoriana, menos porque se apoye en lo que puede verse como una retórica posmodernista, que porque sus realizaciones –como la que exhibe el Centro Cultural Metropolitano de Quito– así lo demuestran.

 Sus Armas de guerra son un conjunto de obras que apuntan a un blanco permanentemente móvil, el ser humano, el yo como forma de conocimiento de la otra persona, en ese campo de batalla que es la vida cotidiana.

 Pero si en arte no siempre se consigue traducir las ideas a un objeto concreto y los resultados pueden ser menos valiosos que las intenciones, hay obras, como el conjunto que comentamos (esculturas, video y pinturas), que seducen por los significados que trascienden como por los logros artísticos que alcanzan.

 Sentimos que en las obras de Larissa Marangoni hay un espíritu de arte que no siempre se encuentra en otras, sin importar el género de pertenencia, pues si en teoría se puede pensar que todo autor asume esta actitud como una acción necesaria, en verdad no sucede así, que es la razón para lamentar dos ausencias recién producidas.
 Una es la de Camilo José Cela, personalidad arraigadamente española y por tanto universal, que en sus múltiples textos celebró la vida con lo que ella apareja: rito y sacrificio, conmemoración y denuncia, iconoclasia y testimonio. La suya es obra recia como su personalidad, prolongación y no solo proyección de su ser, en la que se sumergió con los ímpetus de quien enfrenta al mundo no para negarlo sino para asumirlo.

 Alguna vez este hombre, que no aceptaba ideas dadas ni tenía pelos en la lengua para refutar y repudiar situaciones y hechos que entraban en conflicto con sus criterios, pasó por Guayaquil, en la década del 50 si no me equivoco, en viaje que concluiría en los países del sur. Su muerte, sin duda, entraña una pérdida para la literatura en nuestro idioma.
 Otra ausencia es la de Nelson Estupiñán Bass –don Nelson para mí, que siempre le llamé de ese modo–, hombre en quien la fuerza de su espíritu residió no solo en sus textos –novela, poesía y artículos de prensa–, sino, sobre todo, en su ser, que iluminaba a su palabra ágil, vital, negadora de la fragilidad física que mostraba su cuerpo.

Su ímpetu se traducía en sencillez de temperamento, en una visión que iba más allá de su persona para abarcar la realidad social. Su entendimiento de esta realidad, es decir su percepción de desarmonías y por tanto, la persistencia de injusticias en el medio comunitario encendían su pensamiento y palabra.
 Fue un hombre bueno, sin dudas, un espíritu alerta que no deseaba que la vida pasara a su lado como un espectáculo ajeno. Creía y sentía que las cosas pueden ser distintas si los ecuatorianos contribuimos a que lo sean. Por eso un cierto optimismo lo acompañaba, un sentido de confianza en que se podían superar limitaciones y carencias en lo que algunos llaman destino.